Continuando la historia de la Mujer , esa magnífica epopeya
de la humanidad, hojeando las antiguas crónicas, los libros de los más célebres
escritores, hallamos en Plutarco, ese sublime historiador del hombre, que tan
bien ha sabido pintarnos hasta los sentimientos más recónditos del corazón, excelentes
paginas consagradas a las Celtas, heroínas de la paz, como las Argivas lo
fueron de la guerra.
El nombre de Celtas era una denominación tan
general, que casi comprendía a los habitantes de todo el continente europeo, y
con el cual el griego Eforo, que fue el inventor, ni tuvo ni pudo tener alguna
consideración al origen y las lenguas de los pueblos, cuya existencia le era
desconocida. Esta denominación, llegó a ser con el tiempo un hombre genérico,
bajo el cual se comprendían los otros pueblos del mismo continente a mediada
que se les conocía.
Los hombres de una región céltica, cuando mas
necesitaban armonizar entre si, porque se aprestaban a pasar los nevados Alpes
para internarse en Italia, se destrozaban crudamente por asuntos domésticos,
estando tan excitadas sus pasiones, que les dividieron en partidos. Aumentando
su furor, se hacia inminente la guerra civil, esa calamidad de los pueblos,
infortunio de la humanidad.
Armáronse los vecinos, los amigos, los parientes,
los hermanos, los padres, los hijos, unos contra otros, mirándose todos como
encarnizados enemigos. Prontos estaban para la pelea: solo se aguardaba la
señal para blandir el arma homicida y derramar con ella la sangre de un objeto
querido, quizá la del mismo autor de la vida del asesino, que así olvidaba sus
deberes por atender a sus pasiones bárbaras, inhumanas, á esos impulsos del
orgullo y de la vanidad que ciegan al hombre, que le hacen renegar de su
especie, y adulterar la bondadosa magnificencia de su ser.
Cuando tal era el estado de aquellos hombres,
comprende la mujer su misión. Sin tener la debilidad de participar de las
pasiones de aquellos á quienes estaban sometidas, sienten en su mente una
inspiración sublime, en su alma la resolución de un hecho grande, en su corazón
el heroísmo del sacrificio, al que se prestan si los hombres desoían sus
ruegos les ofendía su mediación; y en el momento en que uno y otro bando
iban a chocarse, y se iban á abrir allí millares de sepulturas, conquistando el
vencedor una corona sangrienta, cuyas manchas rojas nunca se limpian, y un
duelo eterno, se presentaban en el campo sus mujeres, y a fuerza de súplicas,
lágrimas y caricias aplacan el furor de los guerreros, les hacen deponer las
armas y reconciliarse.
¡Magnífico cuadro, que quisiéramos ver colocado en
el sitio más público de cada pueblo!
He aquí a la mujer ejerciendo su verdadera misión;
he aquí a unas mujeres que se presentan en medio de un campo de guerreros
enemigos en el momento de ir a destrozarse; y sin llevar otras armas que las
invencibles que la naturaleza ha dado a la mujer, sin emplear mas que súplicas
elocuentes, lágrimas sinceras y caricias bondadosas, atraen al corazón de
aquellos ásperos guerreros los nobles sentimiento de la generosidad, de la
amistad; y los que iban a matarse, se abrazan.
¡Lástima que la historia no nos trasmitiese las
palabras de aquellas Celtas, aquellos ruegos elocuentes, porque nacían del
íntimo sentimiento que abrigaba un corazón; porque cuando el corazón siente,
sabe la boca expresarse!
Súplicas, lágrimas y caricias: he aquí un
magnífico discurso, en el que se encierran todas las reglas oratorias. Las
súplicas son el magnífico exordio que prepara el ánimo; las lágrimas, la proposición
que conmueve, y las caricias, el epílogo que decide, que consigue la moción de
afectos.
Los Celtas conocieron la trascendencia que tendría
su encono, y reanudaron sus amistades; no olvidando en medio de su gozo á
quienes debían tanto bien. Al restituirse al seno de sus familias, llevan a las
mujeres en triunfo.
Desde entonces fue costumbre entre los Celtas, que
siempre que deliberaban sobre algún importante asunto referente a la paz o a la
guerra, asistían sus mujeres al concurso, y cuando se suscitaba entre vecinos
diferencia, se dirimía también según el parecer de las suyas.
No podía reconocerse mejor su prudencia, su
juicio, su discreción. Pero aun fueron más allá: en un pacto que los Celtas
hicieron con Aníbal, se lee este artículo famoso:
“Si algún Celta se quejase de haber recibido
injuria de algún cartagineses, sean jueces los magistrados de Cartago, ó los
generales que estuvieren en España; pero si algún cartaginés recibiese de los
Celtas alguna manera de daño, JUZGUÉNSELO LAS MUJERES DE LOS CELTAS”
Este artículo nos presenta un rayo de luz para
descubrir que el heroísmo de los Celtas tuvo lugar en España, en la antigua
Celtiberia.
Y no era solo en este punto donde la mujer era tan
dignamente considerada. Los cartagineses y los galos hicieron un tratado, por
el cual sometían sus diferencias á la decisión de las mujeres.
Los Eleos, creyéndose ultrajador por los Pisanos,
y habiendo pedido en vano satisfacción al tirano de Pisa, convinieron con los
habitantes de esta ciudad en dejar la decisión á diez y seis mujeres nombradas
por cada una de las diez y seis ciudades.
El éxito no pudo ser mas plausible: de sus
resultas se establecieron un colegio especial de mujeres para presidir los
Juegos Eleos y adjudicar el premio al mas digno.